Como si una voz nos dijera “No estéis dormidos”. El sueño, el descanso,
es imprescindible para la vida, igual que la amistad que decía el
filósofo. Pero para dormir, para amar, hay que saber estar despiertos y
despiertos quiere decir estar en la luz. La luz nos enseña el mundo, nos
alumbra y también nos guía, nos presenta las formas de las cosas y, en el
fondo de nuestra existencia, hace relucir ese maravilloso y sorprendente
descubrimiento de la ideas. Tener ideas es una forma suprema de
humanidad, un ejercicio de clarividencia. Tener ideas es tener vida, tener la
mente abierta para entender, para entendernos a nosotros mismos.
El mundo ante los ojos y en la luz nos ofrece múltiples objetos,
cosas, para tocar, para construir, para transformar. Pero hay un objeto
privilegiado, una cosa, a la que llamamos libro y que tiene el poder de
transformarnos. El ser humano es, efectivamente, el animal que habla y
que en muchos casos puede recoger eso que habla en escritura. El habla
es un soplo significativo que desaparece nada más pronunciado. Desde
no hace mucho tiempo ese aire semántico puede guardarse por diversos
procesos tecnológicos, pero todo ello es ya muy distinto de la escritura,
de las páginas de un libro. El tiempo del que escribe y, por supuesto,
el tiempo de lo escrito, requiere reposo, reflexión en la soledad, con la
esperanza de que alguien posará sus ojos sobre esas líneas y, como en
los surcos de la tierra, hará fructificar ideas, sentimientos, deseos.
Eso que llamamos cultura occidental se sustenta y pervive gracias
a esos millones de páginas donde se inmortaliza y se hacen eternas las
experiencias de los seres humanos. Una soledad terrible si no tuviéramos
las palabras; una soledad infinita si no tuviéramos la escritura, si no fuera
posible esa maravillosa amistad, ese diálogo siempre inacabado que los
libros nos ofrecen. Tal vez no somos conscientes del regalo que significa
la escritura: el poder, por ejemplo, dialogar con Homero, con Platón, con
Cervantes, con Shakespeare, con Goethe, con Galdós, con Machado,
con Lorca… con todas esas miles de voces que nos han obsequiado las
letras. Tendríamos que agradecer a los grandes escritores que nos siguen
acompañando a lo largo de la existencia esa posibilidad de iluminarnos,
de enriquecer nuestra sensibilidad y, con ello, nuestras ideas, nuestras
visiones del mundo y de la vida. Una riqueza superior a cualquier otra,
porque lo que verdaderamente somos está en nuestra mente y ella es la
única que nos puede abrir las puertas de la siempre difícil felicidad. En
el mundo de la miseria, de la desinformación, de la crueldad y las injusticias,
los libros nos permiten entrever ese otro mundo de las ideas, de
los ideales que deben alimentar la democracia y que es una función de
amistad hacia los otros. Es cierto que ello requiere un cambio de valores,
un principio de generosidad y filantropía, y ese principio arranca de los
libros y la lectura y, por supuesto, de una política democrática capaz de
crear las instituciones para que esa educación se haga posible.
El acto de leer es salir del pobre, monótono, vacío diálogo que arrastramos
con nosotros mismos y abrirnos a infinitos paisajes nuevos, a mundos
insospechados donde comenzamos a respirar el soplo de la solidaridad y
amistad. Es cierto que la vida se encarrila en las líneas de un oficio, una
profesión, una determinada tarea y, a veces no podemos detenernos, parar
un instante, apearnos en una estación distinta de aquella que nos asignó
el destino que no pudimos elegir y con el que hemos identificado cada
vida individual. Por la monotonía de semejante trayectoria, el cerebro
acaba agrumándose, resecándose.
La lectura es la mejor posibilidad de abrir otras salidas, de escapar a
la miseria mental, a la pobreza intelectual. Con la lectura iniciamos el
diálogo inacabable con quienes hablaron antes que nosotros, con quienes
nos escribieron para que percibiéramos, en ese lenguaje el soplo de la
solidaridad, de la humanidad, de la eternidad.
Emilio Lledó
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